El Paisaje y la tierra se perdieron,
sólo el cielo quedaba,
y escuché el débil ruido de los astros
y el respirar de la montañas.
¿No podrán comprender mis dulces hojas
el secreto del agua? …

Manantial (fragmento), 1919, de Federico García Lorca

Si los artistas románticos buscaron su aspecto más sublime, imponente e infinito, otros hallaron en ella un lugar lleno de  serenidad, como un encuentro con la madre-tierra, una suerte de emplazamiento amniótico que nos resguarda del exterior.

Esa infinitud está presente, como ya afirmó el propio Ansel Adams a través de su trabajo fotográfico en el parque de Yosemite, en todas partes, en las grandes extensiones naturales como en los más pequeños detalles de la misma. Este panteísmo natural lo encontramos en las fotografías de María Antonia García de la Vega: imágenes sencillas, delicadas y suaves que nos dejan entrever la naturaleza en su intimidad: sus curvas, sus gestos, sus movimientos. No es casualidad que muchas de ellas mantengan el formato cuadrado que recuerda las fotografías realizadas con cámaras de gran formato y negativos en placas de vidrio; un cierto halo melancólico de un tiempo pasado rezuma de todos estos elementos.

Así pues, a través de esa mirilla, se despierta ante nosotros un baile, lento, enrevesado y que nos atrapa dentro del paisaje. Esa mirada romántica que nos acaricia y nos invita a penetrar en esa intimidad , despertando la curiosidad sigilosa de un paseante-espectador que entiende estar observando dicha naturaleza con el privilegio de saber que es solo accesible para algunos.

Virginia de la Cruz Lichet